Nicole Darat, directora de Territorios Colectivos
Es ocho de marzo otra vez. Volvemos a las marchas masivas, ahora sin mascarillas, como aquella multitudinaria marcha en Valparaíso, en marzo de 2020. En ese momento, cuando los casos de COVID 19 eran todavía aislados (el primer caso se informó el 3 de marzo de ese año), la potencia de la revuelta volvía a respirarse en las calles, después del letargo veraniego. En ese momento todo parecía posible y en Valparaíso nos encontrábamos unas con otras, juntas y revueltas, mientras nos llegaban imágenes de la marcha de Santiago, donde se escribía en Plaza Dignidad con letras grandes: Históricas.
Sabemos que el COVID-19 suspendió nuestras prioridades, y ahora el cuidarnos implicaba quedarnos en casa y construir redes de solidaridad que nos permitieran cuidar de quienes se encontraban en situaciones de mayor precariedad. La sostenibilidad de la vida se hizo presente con toda su radicalidad y dramatismo. Era una cuestión de vida o muerte. En paralelo, durante 2021, comenzaba a sesionar la convención constituyente.
Hoy, luego del rotundo triunfo del rechazo, volvemos a marchar. En un contexto donde la vía institucional parece cerrada a la monotonía de la reproducción de las elites y a la desactivación del demos de la democracia, el lugar del feminismo parece que está en otro lado. ¿Deberíamos las feministas poner atención en un proceso cuyos bordes fueron definidos por fuera de la voluntad popular? ¿Deberíamos, por el contrario, y como sugería Monique Wittig, desertar de la política institucional y de sus formas patriarcales y oligárquicas? ¿Deberíamos construir la democracia feminista en otro lado? Mi mayor inquietud ahora es cómo evitar que esta desazón nos inmovilice políticamente. Para ello quizá sea necesario volver a pensar la política de otra manera. Y digo volver, porque el feminismo siempre ha pensado la política de otra manera, y esta inscripción de nuestras expectativas en un texto legal no es una constante dentro de la historia del feminismo. Si lo personal es político, y si no basta con la democracia en el país, sino que también debemos exigirla en la casa, en el espacio de lo íntimo, entonces hay una parte no despreciable de la política que se juega por fuera de la institucionalidad, a veces lejos de ella, otras veces a contrapelo de ella y muchas veces a partir de la impugnación.
Pensemos por ejemplo en el derecho al voto. Mucho antes del MEMCH, un grupo de mujeres en San Felipe, en 1875, tuvieron la rebeldía de ir a inscribirse en masa a los registros electorales, pues la ley no decía explícitamente que el derecho de los “chilenos” era una prerrogativa exclusivamente masculina. Tuvieron que decretar una ley que prohibiera explícitamente el voto femenino y, con ello, hacer evidente que ahí donde dice “chilenos”, quiere decir “varones”. La inclusión en la ciudadanía política mediante el voto fue un objetivo fundamental para el movimiento feminista, desde este acto de rebeldía, hasta su consecución en 1934 en las municipales y 1949 en las elecciones generales. Aquí hay dos momentos de relación con la institucionalidad, la impugnación y la inclusión. Es preciso mirarlos de forma más bien cíclica que lineal, es decir, es preciso entender que después de un proceso de inclusión vendrá necesariamente un proceso de impugnación. El voto político estuvo lejos de significar algo más que la emancipación abstracta de las mujeres, y la emancipación biológica y social que exigía el MEMCH, siguen estando pendientes. No hay redención definitiva ni tierra prometida del feminismo en la institucionalidad. Las mejores instituciones son aquellas que son porosas a la protesta social, pero jamás pueden pretender erradicarla ni suplantarla.
A propósito del nuevo proceso constituyente, quiero proponer la rebeldía y la impugnación feminista como prácticas creativas y afirmativas, que nos permitan seguir juntas, prefigurando la democracia feminista. Insistir, esa sería la consigna.